8:37 de la mañana. El tren lentamente va desacelerando y la ceremonia comienza. La célebre frase londinense se hace presente Mind the gap y todos a incorporarse a la "manada humana" rumbo al trabajo.
Headphones en los oídos, a escoger uno de los varios diarios matinales, tal vez un café en la mano (algo digamos muy americano que va "ganando espacio" en la cultura local), el desayuno apurado y el eco de las zuelas desesperadas recorriendo los interminables túneles del tube.
Ante la frenética ceremonia opto por la ruta alternativa. Mientras aquel ciudadano con cara de cordero degollado intenta convencerme a comprarle el último Big issue, la ciudad poco a poco va ofreciendo su imponente imagen. El London Eye justo al frente y por si fuera poco el south bank del río Támesis.
No hay mucha gente al rededor y por supuesto todavía no se han instalado los miles de turistas que visitarán horas más tarde esta célebre esquina, tan sólo esa pareja de japoneses jubilados que posan juntos, brazo extendido y cámara en frente mediante, para obtener un memorable recuerdo con el palacio de Westminster a orillas del mentado río como marco perfecto.
Enfilo las gradas. Quienes a esa hora siguen trotando lo hacen quizá pensando en la maratón del domingo. El kiosco de los souveniers, que seguramente vende más que un supermercado en mi país. Comienza el paso sobre el puente de Westminster que tal vez dura 2 o 3 minutos pero que parece atemporal porque es imposible evitar la admiración total del Big Ben frente a uno. Símbolo de la exactitud, del mundo del tiempo.
Un nórdico con cara de éxito saca su teléfono celular y apunta directo hacia el reloj. El double decker para justo detrás de la línea permitida y la multitud sentencia su paso por una de las capitales más maravillosas de este insano mundo.
Ante la frenética ceremonia opto por la ruta alternativa. Mientras aquel ciudadano con cara de cordero degollado intenta convencerme a comprarle el último Big issue, la ciudad poco a poco va ofreciendo su imponente imagen. El London Eye justo al frente y por si fuera poco el south bank del río Támesis.
No hay mucha gente al rededor y por supuesto todavía no se han instalado los miles de turistas que visitarán horas más tarde esta célebre esquina, tan sólo esa pareja de japoneses jubilados que posan juntos, brazo extendido y cámara en frente mediante, para obtener un memorable recuerdo con el palacio de Westminster a orillas del mentado río como marco perfecto.
Enfilo las gradas. Quienes a esa hora siguen trotando lo hacen quizá pensando en la maratón del domingo. El kiosco de los souveniers, que seguramente vende más que un supermercado en mi país. Comienza el paso sobre el puente de Westminster que tal vez dura 2 o 3 minutos pero que parece atemporal porque es imposible evitar la admiración total del Big Ben frente a uno. Símbolo de la exactitud, del mundo del tiempo.
Un nórdico con cara de éxito saca su teléfono celular y apunta directo hacia el reloj. El double decker para justo detrás de la línea permitida y la multitud sentencia su paso por una de las capitales más maravillosas de este insano mundo.
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