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25 de noviembre de 2018

Violentos, incluso sin quererlo


9 y pico de la noche de un miércoles de octubre. En La Paz, aunque sea formalmente primavera, a esa hora y en la estación de Sopocachi de la línea amarilla del teleférico hace frío igualmente. 

Ella sube a unos 6 u 8 escalones por delante. Delgada, bufanda en el cuello y bolso colgado en un hombro. Quizá sea estudiante o viene de algún curso. Ya en la plataforma para abordar las cabinas, en el último tramo, apuro el paso para alcanzar al cubo volador que está por cerrar sus puertas automáticas.

Con un movimiento rápido me siento en la butaca de madera, se cierra la puerta, comienza el bamboleo de la cabina al elevarse por el cable y tengo enfrente a la muchacha. Luz tenue, casi tétrica, son segundos de miedo, miedo de verdad.

Ella, sentada en la butaca, rápidamente se mueve hacia el rincón extremo de la cabina y saca su celular del bolso, que pone por delante como un objeto de protección. En una maniobra rápida, se pone los auriculares en las orejas y comienza a mover los dedos sobre la pantalla táctil. 

La miro de reojo, hago lo mismo mientras pienso en detalle de la situación. A 20 metros sobre el aire, con las cabinas cerradas y en movimiento, no hay otra que compartirla hasta llegar a la siguiente estación. Miedo de verdad. Pero en ella.

Adopto una postura relajada, cruzo las piernas y giro el cuerpo hacia el sentido contrario a ella. Intento darle una señal con mi cuerpo: no tengo la menor intención de hablarle, verla o menos abalanzarme encima.

Al llegar a la combinación en la línea verde, me preparo para salir de inmediato. Ni bien la puerta automática con la cara del presidente Morales, como puerta de las cabinas del teleférico, cada obra que realiza el gobierno, se abre, salgo raudo a combinar. Al entrar a mi nueva cabina me cercioro que la muchacha no está cerca, y claro, no lo está.


No cometí un acto violento, pero durante el resto de mi trayecto a casa reflexioné sobre el ejercicio involuntario de violencia. No por voluntad ni por “pecado”, pero me sentí parte de la violencia del sistema, de la calle, del machismo, que toma mi cuerpo y mis movimientos para amedrentar a esa muchacha. 

Los hombres pensamos en la violencia como un hecho aislado, que puede darse por condiciones anormales: un robo, un accidente, un exceso de otra persona... a la mayoría, casi no le pasa. Las mujeres viven la violencia de forma cotidiana sobre todo en el hogar, pero también en las calles, en el transporte, en las aulas y las oficinas. 

Alejarse de la violencia, dejar de reproducirla, no pasa solo “por no pegar” o “no gritarle” a las mujeres. Pasa primero por entender cómo opera, adoptar consciencia de sus formas y mecanismos, a veces tan sutiles y cotidianos, que ignoramos o preferimos "mirar para el otro lado".

No quiero ser percibido como violento, tampoco no quiero que esa muchacha vuelva a sentir miedo, ni que mi hija pequeña, cuando crezca, sienta miedo o viva violencia. Hombres y mujeres, feministas o no -superemos esa discusión- asumamos la responsabilidad de eliminar la violencia hacia las mujeres.

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