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21 de junio de 2018

Los venezolanos de la esquina


Lima, 9 de la noche de un sábado durante el Mundial. Al mediodía, Perú perdió 1 a 0 contra Dinamarca y la ciudad aún no se recupera del golpe anímico, pues la fiesta estaba armada. Hace frío para los limeños aunque todavía es benigno para quienes venimos de climas más hostiles.

En el lobby del hotel espero al conductor de la empresa que habitualmente nos hace el traslado al aeropuerto. Llega y tras un saludo intrascendente nos montamos en un Geely negro marcha china que gana terreno en América Latina. Como siempre, me subo al lado del conductor; no me gusta hablarle a la gente por la espalda.

Eduardo, venezolano, cuarenta y tantos años, estatura mediana, ojos pequeños y un bigote fino sobre el rostro bien marcado por su delgadez. Viste todo de negro y lleva las mangas de la camisa arremangadas, cual si estuviera en el trópico. Fija el celular en el tablero y pone las instrucciones de navegación; conduce con cuidado. 

Antes de llegar al circuito de playas, vía rápida hacia el Callao, la conversación está instalada.

Eduardo llegó hace tres meses a Lima y se siente tranquilo. Dice que fue la mejor decisión que pudo tomar y le agradece a su hija mayor, quien salió primero en noviembre de 2017, “pues allá no hay más que hacer, está todo perdido”. Le tomó nueve años levantar una tienda de artesanías en Caracas junto con su esposa y, a pesar de todo, la vida iba bien. Pero hace dos años la escasez se acentuaba y las ventas empeoraban; intentó volver al trabajo de su juventud, la construcción, pero no había material y el sector estaba paralizado. Decidió marchar.

Eduardo dice que a su esposa le cuesta tolerar el frío estacional, que si bien ellos vienen de una zona templada de Venezuela, el frío del invierno en Lima la tiene a mal traer, "vea usted que esos pies son un hielo por la noche y no hay cómo calentarlos". Con todo, se sienten tranquilos. Me lo dice en un cruce de vías con el semáforo en rojo. “Fíjese, aquí vamos conversando y sin peligro, tranquilos, llego a casa a las 10 u 11 de la noche sin problemas. Allá el peligro está en cada esquina, la gente mata y muere por miserias”.

Primero llegó la hija mayor de Eduardo. Lo hizo a Lima, una ciudad en la que es ya común -como en Bogotá, Medellín, Santiago o tantas otras de Sudamérica- escuchar a la mesera o la empleada doméstica, al guachimán o incluso al vendedor ambulante, con acento venezolano.

Eduardo agradece a dios varias veces, no entro en detalles pero está clara su fe. Me dice que agradece por tener comida y todo lo básico gracias al apoyo de mucha gente en Perú; desde la persona que les alquila un par de piezas hasta quien le dio el trabajo. Puede comprar pan, leche, café, azúcar, huevos, carne de res o papel higiénico, “es una cosa increíble, aquí hay de todo, y si uno trabaja, con lo que gana ya está tranquilo, come dos o tres veces al día, cubre todo lo que necesita”, sentencia. 

Hago un silencio ya muy cerca del Callao y me confronto mentalmente con la “normalización” de la violencia, la escasez, el hambre.

Eduardo dice que la crisis venezolana es responsabilidad del gobierno. “No sé si hay o no esa conspiración pero cómo es posible que el gobierno no haga algo por el pueblo: ellos allá viviendo tranquilos, con todo ese dinero del oro y el petróleo, y la gente en las calles pasando hambre”.
Foto: UN News
El viaje

El atasco del tráfico en el Callao me da la oportunidad de preguntarle cómo fue su viaje.

Eduardo, su esposa y su hija pequeña fueron a dormir tres noches a la calle, en una fila que se instala de manera informal en lugares señalados por empresas de transporte. “Allí hay que dormir pues pasan lista a las 9 de la noche, a las 12 noche y a las 3 de la madrugada. Si alguien no está en su lugar sale automáticamente de la lista”.

El bus rumbo a la frontera colombiana va con 50 personas y se demora más de 12 horas en conseguir el sello del pasaporte. “Viera la cantidad de gente cruzando ese puente, es todo un caos”, dice Eduardo. Luego viene el problema del bus colombiano. Ellos tuvieron suerte y lo consiguieron al día siguiente, durmieron sobre cartones en la calle, de nuevo en la calle. La frontera entre Colombia y Ecuador fue, nuevamente, un trámite de 8 horas para sellar pasaportes, aunque luego fue más fácil tomar el bus. 

Cansados y ya en el último tramo, Eduardo dice que no hubo problema al cruzar hacia Perú, les tomó pocos minutos pues no había mucha gente. “Bienvenido a Perú, me dijeron. Usted no imagina la alegría que nos causó que nos dieran la bienvenida”. 

“Aunque hay gente que se aprovecha y quiere pagar menos que el salario mínimo, o incluso acosan a las mujeres venezolanas, mucha gente en Perú nos entiende y ayuda, sabe que venimos aquí porque allí ya no se puede vivir”, aclara Eduardo, que ya está viendo cómo hacer para que sus dos hermanos lo sigan. Uno estará en Lima con ellos y el menor, de 30 años, irá a Arequipa; ya tiene conversado un puesto de trabajo para él.

“A los que están en la calle, les compro un dulce o lo que sea. Son mis compatriotas y hay que darles una mano, aunque duele mucho verlos así. Sabrá dios lo que están pasando para escapar de esa situación”, me dice ya con pena y más confianza. 

Llegamos al aeropuerto Jorge Chávez y al bajarnos del Geely olor a plástico Eduardo saca mi maleta con diligencia. Le estiro la mano y él me la toma confiado, a lo que sigue un abrazo. Me desea buen viaje y sentencia: “si ve a un compatriota en las calles de su país, ayúdelo, ya usted sabe cómo está la cosa”.

crónica publicada en la revista dominical Rascacielos

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