9 y pico de la noche de un miércoles de octubre. En La Paz, aunque sea formalmente primavera, a esa hora y en la estación de Sopocachi de la línea amarilla del teleférico hace frío igualmente.
Ella sube a unos 6 u 8 escalones por delante. Delgada, bufanda en el cuello y bolso colgado en un hombro. Quizá sea estudiante o viene de algún curso. Ya en la plataforma para abordar las cabinas, en el último tramo, apuro el paso para alcanzar al cubo volador que está por cerrar sus puertas automáticas.
Con un movimiento rápido me siento en la butaca de madera, se cierra la puerta, comienza el bamboleo de la cabina al elevarse por el cable y tengo enfrente a la muchacha. Luz tenue, casi tétrica, son segundos de miedo, miedo de verdad.
Ella, sentada en la butaca, rápidamente se mueve hacia el rincón extremo de la cabina y saca su celular del bolso, que pone por delante como un objeto de protección. En una maniobra rápida, se pone los auriculares en las orejas y comienza a mover los dedos sobre la pantalla táctil.
La miro de reojo, hago lo mismo mientras pienso en detalle de la situación. A 20 metros sobre el aire, con las cabinas cerradas y en movimiento, no hay otra que compartirla hasta llegar a la siguiente estación. Miedo de verdad. Pero en ella.